domingo, 30 de julio de 2017

A vueltas y revueltas


Así, tal cual.
(Foto: IG de @donaldobarros) 

Vuelve el blog. Como tantas otras veces. Solo que esta vez el objetivo no es ir creando 'marca personal', matarme el mono de sentirme una escritora leída o llamar la atención para cuando publico cosas en papel, que alguna vez ha pasado. En esta ocasión mi único objetivo es drenar por escrito lo que me pasa en directo y a todo color en la vida y la cabeza, sin tener muy claros los detalles técnicos. Audiencia, plataforma, páginas vistas, bounce rate. Whatever. Sinceramente, en este momento todo eso me importa tres pepinos (o dos pimientos, elija usted la verdura indiferente de su preferencia). Lo que necesito es escribir por catarsis pura y dura. 

No obstante, ya que estamos aquí hagamos un poco de repaso para los lectores reincidentes. Para empezar, contar que 'por ahora' -..ay 'esa' frase-  he abandonado el proyecto de la novela sobre la que hablé en mi último post que es de hace casi 2 años atrás. La razón es que tras hacer las entrevistas, preparar los esquemas de cada historia y escribir los cuatro primeros relatos me di cuenta que se trataba del mismo cuento una y otra vez. Vivido por distintas personas, con circunstancias diferentes en puntos distantes del planeta, pero el mismo hilo conductor, la misma rabia, la misma idéntica nostalgia. 

Cuando descubrí esto decidí poner el proyecto un rato en la nevera y retomarlo después a ver si era posible darle la vuelta, pero en las varias revisiones que hice a lo largo de este tiempo -que no fueron pocas- esos relatos se me fueron destiñendo, en parte porque hablan de una emigración que se me fue haciendo cada vez más blanda, hecha en avión y con papeles en regla, inspiradas en mi experiencia y la de mucha gente que conozco que salió con un plan y unas opciones. Circunstancias muy diferentes a las que se crearon durante estos años, cuando la historia de mi país se precipitó y los trozos no caben en el organizado esquema de tono periodístico que yo había preparado. Aquel plan lo monté antes de que empezáramos a ver en las noticias historias de venezolanos atravesando medio continente en un rosario de autobuses para llegar a Chile o Ecuador, o a leer que ha subido el porcentaje de prostitutas criollas e indocumentadas que van a buscarse la vida a Colombia, o a enterarnos de que hay gente que cruza en lancha hacia Aruba o Curaçao como una pieza más camuflada entre la mercancía de contrabando. Mi estructura estaba basada en la decisión consciente -con sus pro y sus contra- de emigrar. Las crónicas recientes hablan de otra cosa: el venezolano ha entrado en modo fight or flight, y eso, mis estimados, es una historia completamente diferente. 

Mis relatos-borrador, aunque en su mayoría ambientados en 2015, parecen escritos hace dos siglos.   Los preparé antes de saber que hubo un chamo que murió enfermo de frío en Buenos Aires, sin abrigo y sin familia, atrapado en un invierno que ni siquiera sabía que existía porque ignoraba que la primavera y verano eternos de Venezuela son privilegio de unos pocos países que han nacido pegados al ombligo del planeta. Antes de encontrarme el video del español con la camiseta de Chávez diciéndole a una de las manifestantes de Puerta del Sol en Madrid que era una pena que la Guardia Nacional no la hubiera matado a ella también, bonita

Fue años antes de esta sangría diaria de muertos que el mundo observa con indiferencia, de la poesía conmovedora de Wuilly Arteaga marchando incansable con su violín, de acostumbrar la vista a la estética de la resistencia, con sus escudos de colores hechos en casa y sus caras cubiertas con trapos, franelas y gafas de natación, preparadas para aguantar los efectos del gas lacrimógeno y los golpes, pero no las balas. Eones antes que el bicarbonato de sodio y el antiácido fueran símbolos de rebeldía. Siglos antes de hacer yo misma una cola eterna cerca del primer piso que compartí con otra venezolana aquí en Barcelona, conteniendo las lágrimas al ver que éramos tantos, tantísimos, de todas las edades, aguantando el sol de julio para participar en un plebiscito para el que tuvimos que organizarnos en plena calle, porque un señor que nunca en su vida ha estado en mi país le pareció que podíamos ser peligrosos si nos daba permiso para votar como ciudadanos normales, dentro de un centro cívico; discurso que seguramente le contó alguien de su partido que aunque tampoco sabría ubicar Caracas, Maracaibo o Barquisimeto en el mapa, dice saber mucho sobre lo que nos pasa y califica todo como 'una gran manipulación de la derecha', como si la gente se muriera de mentira o millones de personas pudieran ponerse de acuerdo para fingir hambre y escasez al mismo tiempo nomás por tocarle los huevos al gobierno. Mucho, mucho antes de que la falta de alimentos pudiera medirse con una estadística macabra que indica que durante el último año cada venezolano ha perdido una media de 8 kilos de peso gracias a la llamada -irónicamente- 'Dieta de Maduro'. Fue antes, casi en otra vida, aunque objetivamente han pasado menos de 700 días.  

Y no solo mis historias se han quedado cortas. Lo más fuerte ha sido darme permiso para aceptar que la realidad venezolana es demasiado rotunda para poder narrarla plenamente en este momento. Aún no sé explicar bien lo que se siente cuando conceptos tan fundamentales como libertad o país desaparecen bajo tus pies, ni retratar esa extraña caída libre en la que quedamos cuando esto ocurre, porque parecen cosas de novela o películas de guerra, no vainas que te pasen a ti, a tu familia, a tus amigos.  Creo que este pedazo de nuestra Historia requiere una objetividad que de momento yo en lo personal no soy capaz de tener. Como me dijo con todo el cariño el escritor catalán que tutela mi novela -quien sigue corrigiendo mis proyectos con la paciencia de Job- después que no pude seguir leyendo en voz alta uno de mis relatos porque rompí a llorar: "Gabriela, se te come el león...Para hablar de esto tienes que esperar".  En ese momento me cabreé como una mona y tuvimos una conversación muy de esas que me ocurren con frecuencia, de Cristal meets Cien Años de Soledad y Wonder Woman, salpicadas de oye-yo-es-que-no-puedo-ver-que-esto-pasa-y-no-hacer-nada. Pero mi Job tenía razón, se me come. Este tema es mi león, y me ha tocado admitir que aún no sé cómo enfrentarlo porque a mis ya clásicas indignación o nostalgia se ha sumado un ingrediente más a día de hoy, 30 de julio, cuando sigo atenta las noticias que llegan al teléfono a través de mi familia: el miedo. 

Nada de esto es sencillo de manejar, pero sigo adelante dándole al teclado. Tengo claro que no puedo ni quiero dejar de escribir, así que he corregido rumbo aunque ahora no tenga las claves para narrar el presente y muchísimo menos para prever cuál será el desenlace de este largo episodio de surrealismo pseudo-mágico que estamos viviendo. Sigo siendo dueña de mis recuerdos, del país que echo de menos y que solo existe en mi memoria, del paisaje que enmarca mil cosas que amo y otras tantas que detesto y que -no lo niego- sumaron a la hora de decidir marcharme hace ya 16 años. Y es ese el territorio que me he dedicado a dibujar ahora con palabras en una serie de escenitas que van de finales de los 70 hasta finales de los 90. Pequeños fragmentos de lugares, sabores y sonidos que nadie, ni con toda la fuerza bruta de mil colectivos, fraudes constituyentes y guardias nacionales puede destruir. La Venezuela de mi infancia, adolescencia y universidad es ignífuga y por eso me estoy regalando el placer de revivirla, aunque sea a retazos. Mi memoria como refugio y talismán ante la más completa incertidumbre. 

Aún no le he avisado a mi Job literario pero con esto lo embarco en un nuevo proyecto cuyo rumbo desconozco. Espero que él y todos los que me acompañen en este viaje lo disfruten... A ver dónde llegamos, mientras fuera de estas líneas la Historia sigue su curso. 

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